En días pasados, durante el mes de noviembre, se llevó a cabo en Argentina el simposio «Diálogo sobre el liderazgo en las empresas». En una de las ponencias se presentaron los resultados de un cuestionario que se realizó sobre los conceptos más comunes acerca del Liderazgo. Llama la atención la respuesta a una de las preguntas que cuestionaba sobre las bases de la efectividad del líder: las posibles respuestas a esta pregunta eran: Competencia intelectual y conocimientos técnicos; Su experiencia; Habilidad para relacionarse y manejar emociones. Las respuestas fueron 12% para la primera, 7% para la segunda y 81% para la tercera.
Si analizamos bien la respuesta a que la efectividad del liderazgo se basa en la habilidad del líder para relacionarse y manejar emociones, estamos hablando del fundamento de la «Inteligencia Emocional», pero en pocas palabras ¿qué es I.E.?
Es la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos y los ajenos, de motivarnos y de manejar bien las emociones en nosotros mismos y en nuestras relaciones, según D. Goleman uno de los principales difusores de esta teoría. Las aptitudes que destaca se diferencian esencialmente de la inteligencia intelectual o coeficiente de inteligencia.
La inteligencia emocional y la intelectual se basan, según los diferentes autores de la teoría, en la actividad cerebral. El intelecto se fundamenta en el funcionamiento de la neocorteza y las emociones en la subcorteza, la inteligencia emocional involucra a ambos. Esto desde el punta de vista fisiológico. Estas teorías fueron desarrolladas por Howard Gardner, que en 1983 propuso el famoso modelo de las inteligencias múltiples y ampliadas por Saloyev y Mayer en 1990 que afirman que la Inteligencia Emocional es la capacidad que poseemos de reconocer y regular los sentimientos propios y ajenos y utilizarlos para guiar nuestros pensamientos y acciones.
Es, sin embargo, Daniel Goleman quien aterriza y difunde los conceptos de Inteligencia Emocional en su libro del mismo nombre. Al leerlo se corre el riego de perderse entre tantos casos y dejar de ver la esencia que constituye este modelo.
Los cinco puntos esenciales de la Inteligencia Emocional serían:
Los tres primeros puntos se consideran como las habilidades personales y los dos últimos como las habilidades sociales.
Es por todo esto que no sorprende que la efectividad del líder, según la encuesta mencionada, se advierta en ese relacionarse y manejar emociones.
Estos cinco puntos que describen de manera general lo que es la Inteligencia Emocional, requieren un arduo esfuerzo para completarlos, ¿será por eso que tengamos tan pocos líderes?
José Luis Castañeda Lerma
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Si revisas tu “ritual diario” al llegar a trabajar, encontrarás una cantidad de costumbres, necesarias o innecesarias, que repites a diario. En nuestra empresa lo tenemos comprobado en cada seminario que ofrecemos: las personas se sienten en el mismo lugar cada sesión, si se les cambia –cosa que hacemos siempre- hay incomodidad en su lenguaje corporal.
Revisa los trayectos que utilizas de tu casa al trabajo y de éste a tu casa, es una cadena de hábitos. Analiza lo que haces en tu casa al llegar y sobre todo los fines de semana, encontrarás una gama de actividades repetitivas impresionante.
Se afirma que el hombre es un animal de costumbres, aunque algunos antropólogos lo suavizan afirmando que “el hombre es una persona de hábitos”, cualquiera de las dos, la suave o la dura…¡tienen razón!
De estas afirmaciones surgen las siguientes frases de ejemplo: “ten cuidado con lo que te acostumbras” “acostúmbrate a decir que no” “acostúmbrate a lo que te hace crecer y desacostúmbrate de lo que te vuelve animal” etc.
Todo es cuestión de hábitos. Habrá algunos que fortalecen nuestro carácter –la sinceridad, puntualidad, ecuanimidad, orden, alegría, serenidad, templanza etc- y otros que lo debilitan – el egoísmo, la falsedad, la falta de integridad, el engaño, la falta de reciedumbre, etc.- lo interesante es ir descubriendo cada uno de ellos para habituarnos o bien utilizar el mismo proceso pero inverso: deshabituarnos.
El proceso de deshabituarse, puede ser en ocasiones bastante difícil, pero no imposible.
Recordemos que un hábito no es otra cosa que repetir una acción una y otra vez, deshabituarse sería dejar de repetir esa acción que suele estorbar y ayuda mucho el evitar también las situaciones que la rodean.
Por ejemplo, supongamos que se es desordenado; primero hay que aceptar que se es, después comenzar a exigirse en dejar cada cosa que se usa en el sitio en que estaba. Quizá hasta valdría la pena tener alguna cosa -foto, papelito, objeto- que nos recuerde que se está luchando por adquirir la virtud del orden. A lo mejor un pegote con una leyenda como “si lo usas, regrésalo a su sitio”.
Poco a poco, si hay constancia y exigencia de por medio, iremos viendo como nos volvemos más ordenados.
Quizá la mayor preocupación sea que tenemos demasiados hábitos negativos, entonces, lo que habrá que hacer, será tomar de uno en uno y comenzar a desarraigarlos.
Al final del día, en esta lucha que templa el carácter, podremos examinarnos y descubrir que a lo mejor, no cumplimos o se nos olvidó, entonces ¡a recomenzar nuevamente! Lo que no se vale es desanimarse y dejar de conseguir un buen hábito o desarraigar uno que estorbe.
Es importante recordar que somos lo que normalmente hacemos. Por lo que debemos tener cuidado para analizar aquellas cosas a las que nos estamos habituando. Si no valen la pena y comenzamos a hacerlo, es importante entonces detenerse antes de que se convierta en hábito y forme parte nuestra.
¡Vieras que tensión vital tan buena, trae el adquirir buenos hábitos y desarraigar los malos! Es cuestión de que te sientes y descubras que costumbres que estorban estás dispuesto a desarraigar y …si son muchas, te repito, no te desanimes.
Jose Luis Castañeda Lerma
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Seguramente al igual que le sucedió al autor, te despertaste hoy primero de enero sabiendo que es el inicio de año y después de un festejo por todo lo alto, te asomaste a la calle y viste un día como cualquier otro, te viste a ti mismo y eras idéntico al que ayer festejaba al compás de las doce campanadas el inicio de un año más.
A lo mejor te diste un poco de tiempo para formular algún propósito y quizá hasta lo escribiste en algún lugar que posiblemente no recuerdes de inmediato.
Algunos escribimos propósitos por costumbre y también por costumbre los olvidamos rápidamente. Sin embargo hoy oí una conversación sobre propósitos que me llamó poderosamente la atención y me gustaría compartir con ustedes: el propósito de aprender a perdonar.
¿Cuántos sentimientos y resentimientos guardas en tu corazón? ¿Cuántas personas tienes incluidas en tus listas de agravios?¿Cuantas pequeñeces has magnificado y las mantienes dentro de tu archivo de rencores? ¿Cuántas de estas cosas son objetivamente malos entendidos o interpretaciones subjetivas de la vida y de las acciones de los demás? ¿A cuántas personas les has dejado de hablar o les has disminuido el trato?
Seguramente que tendremos respuesta para algunas de esas preguntas y lo curioso del asunto es que esas personas que nos «han ofendido» pueden pasar al lado nuestro tan tranquilas y en paz, sin saber siquiera que son «personas marcadas por el ofensómetro de nuestra susceptibilidad». Juan, por ejemplo, le guarda resentimiento a Laura porque no le entregó un reporte que necesitaba para una junta y pensó que lo querían boicotear. Laura, que no conoce las profundidades del resentimiento de Juan, pasa y lo saluda con amabilidad diariamente pues sabe que desde su punto de vista el reporte llegó a tiempo. Juan siente coraje cada vez que lo saluda y tiene que tomarse un te para el dolor de hígado. ¿Quién pierde?
¡Es objetivamente ridículo el sentirse ofendidos! ¿Pero es que no habrá cosas que objetivamente no sean perdonables? Habrá seguramente cosas que nuestra falta de humildad agrande y habrá cosas también que nos hagan a propósito para hacernos sentir mal, entonces surge el aclararlas el decir los sentimientos que estamos experimentando con sencillez, pero decirlos, que no quede de nuestra parte. Habrá también cosas que nuestra imaginación nos descubra, entonces un análisis a fondo ayudará a superarlo.
Perdonar viene de dos palabras latinas per y donare que pueden significar libremente «volverse a dar»: volver a dar la confianza que aparentemente se perdió, volver a dar el cariño y trato a la persona que aparentemente nos ofendió, volverse a dar en el matrimonio a pesar de las insignificancias del roce diario. Volverse a dar con esos hijos que no están todavía maduros y que aparentemente nos han ofendido.
Volverse a dar significa quitarle obstáculos a nuestro corazón para que siga creciendo en el amor y que no se empequeñezca con insignificancias.
Comenzar el año, libre de cargas emocionales que solamente requieren de una actitud más comprensiva hacia los demás, es un verdadero y gran comienzo. Recuerda como afirma un autor, «más te ha perdonado Dios a ti».
José Luis Castañeda Lerma
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Aprenderé a rectificar y a pedir disculpas
Esta vez la plática fue un poco peripatética, debido a que Arturo está tomando el consejo que después de dos horas de trabajo sedentario, hay que caminar un poco y así lo hicimos. Platicamos un tanto de trivialidades y nos metimos de lleno al tema.
Si recordáramos con frecuencia el principio de que la “verdad es compleja y la inteligencia limitada”, nos daríamos cuenta que el rectificar debería ser algo natural en nuestras relaciones en general. Agotar la realidad en ocasiones es bastante difícil.
Ante el famoso vaso medio lleno y medio vacío, habrá gente que se sostenga diciendo que está medio lleno o bien que está medio vacío. Mantenerse en cualquiera de las dos posturas y argumentar, es lo que se conoce como dogmatismo. La persona dogmática es muy difícil que acepte que se ha equivocado. Normalmente creen poseer la verdad, aunque no sea así.
Hay verdades o realidades que en sí mismo son difíciles de escudriñar. Opinar sobre una persona –por ejemplo- y decir que se le conoce es algo peregrino. Cada uno es un pozo infinito de desconocimiento. Algunos jefes afirman conocer a su personal y sin embargo lo hacen desde una perspectiva muy pobre o poco profunda, terminan por etiquetar a las personas y no se dan oportunidad de aprender que la gente podemos y de hecho cambiamos, por lo que se requiere una mentalidad abierta a estos posibles cambios, en pocas palabras poder rectificar en nuestras opiniones sobre los demás.
Los chicos de Programación Neuro linguística afirman con frecuencia que «el mapa no es el territorio» y tienen razón.- En este punto se detuvo y me pidió que me asomara por una ventana que daba a una sección de oficinas de su planta- Me invitó que observara durante un minuto. Después de este período me sugirió que le describiera a detalle lo que había visto.
Comencé a enlistar lo que alcancé a observar, tratando de agotar todo lo que recordaba.
Me preguntó entonces, ¿viste el bonsái que está en el segundo escritorio? –debo reconocer que si algo me llama la atención son este tipo de arbolitos- por lo que contesté casi de inmediato que no había ninguno. Comenzó entonces un discurso sobre este tipo de árboles y lo cuidadoso que se debe de ser con ellos. Yo no le oía, porque estaba tratando mentalmente de recordar si había alguno o no.
¿Crees que lo están cuidando adecuadamente? Yo respondí que no había ninguno. Me preguntó que si estaba seguro y dije que sí con firmeza. Me invitó a que me volviera a asomar y ¡ahí estaba!. Me sentí apenado pero continuó con mucha calma.
Percibiste parte de las oficinas, pero siempre queda algo por ver. Esto nos pasa en ocasiones, creemos que nuestro mapa es el territorio y nos cerramos. Algunos ante las evidencias las niegan, por ejemplo, en tu caso solo observé un poco de pena, pero no lo negaste ni te justificaste por no haberlo visto.
Igual pasa en muchas ocasiones, debemos aprender que nuestra percepción no siempre agota la realidad y entonces no nos queda más remedio que rectificar humildemente.
La rectificación y el pedir que nos disculpen después de un error de percepción, algunos lo consideran como algo que les resta autoridad. Por el contrario, normalmente, el saber rectificar ayuda en el liderazgo.
El ejercicio del liderazgo exige tener claro a donde se pretende llegar, pero a pesar de que se tenga la meta bien definida, los caminos que se emprenden a veces no son los mejores, y es cuando el líder rectifica el rumbo y las alternativas para llegar a puerto seguro.
Sucede con cierta frecuencia que pensamos que agotamos la verdad, pero siempre hay que estar abiertos a puntos de vista que pueden ayudar a un mejor diagnóstico del entorno. Cuando se tiene esta actitud, las personas que colaboran con nosotros toman un valor excepcional, porque sabemos que pueden ayudarnos a una mejor toma de decisiones.
Te repito aquel refrán “no somos río que no se pueda volver atrás” tener apertura implica saber rectificar.
Cometer errores es patrimonio del ser humano, pero para apropiarse de este patrimonio se requiere también el saber disculparse.
Rectificar implica saber reconocer y valorar los puntos de vista de los demás. Implica reconocer que uno se equivoca, lo que hace más humanos a los líderes. Implica apertura que permite dialogar. Implica saber que nuestros puntos de vista pueden mejorarse. Implica darle valor a los demás.
Nadie espera que el líder sea poseedor de la verdad en absoluto. Los seguidores ven en su líder a alguien imitable, tan humano como ellos, con aciertos y equivocaciones como ellos también. Saben, por esa apertura que debe tener, que sus opiniones serán valoradas y se abren a las discusiones productivas.
Decíamos al principio que la verdad es compleja y ¡si que lo es!, habrá cosas que no alcancemos a comprender pero no por eso las vamos a negar. Afirmábamos también que la inteligencia es limitada, y eso nos lleva a una actitud de humildad para reconocer que habrá cosas que a pesar de nuestros esfuerzos tampoco las agotaremos. Por lo tanto equivocarse es muy natural. Pero esas equivocaciones nos deben llevar a disculparnos cuando esto se necesario, que frecuentemente lo será.
Con una sonrisa muy característica que usaba para finalizar los diálogos, Arturo añadió: sí, se vale equivocarse...pero no lo hagas una forma de vida.
José Luís Castañeda Lerma
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Es este el último de una trilogía de artículos dedicados a la educación de los hijos. En el primero propuse una serie de principios para iluminar, desde el fondo, la labor formadora de los padres. El siguiente mostraba algunas actitudes particulares que deben adoptarse en distintos casos, a tenor de la edad de los chicos: desde el momento del nacimiento, e incluso antes, hasta que entran en la adolescencia. Ahora pretendo ofrecer un conjunto de sugerencias más particulares, que pueden muy bien resumir y concretar lo ya expuesto.
Como no son «recetas» —pues no las hay en educación—, resultaría inútil pretender «aplicarlas tal cual, mecánicamente». De ordinario, deben ser adaptadas a la situación de que se trate; en ciertas ocasiones, atendiendo a unas circunstancias particulares, incluso será preferible ponerlas en sordina; y alguna vez, muy pocas, atreverse a contradecirlas.
Lo ha de dictar, en cada caso, la prudencia de los padres... tal vez a la luz de los fundamentos contenidos en el primero de estos tres artículos.
Las propuestas se articulan en dos grupos muy sencillos:
a) lo que es oportuno hacer a la hora de educar a nuestros hijos;
b) lo que no debe decirse, no tanto por la expresión en sí, sino por la actitud que manifiesta en los padres y los hijos perciben desde muy pequeños, y por el daño que a estos pudiera causarle.
1. Vivir personalmente, con coherencia, cuanto se exige a los hijos, recordando que el ejemplo es el mejor predicador; o, al menos, luchar clara y visiblemente por actuar de tal modo.
Así, pongamos por caso, conviene ir por delante en la moderación del uso de la TV; en no hablar nunca mal del prójimo y saber cortar cualquier conversación que tome ese rumbo; en la sinceridad: por ejemplo, no pidiendo que digan que no estamos en casa cuando simplemente no tenemos ganas de ponernos al teléfono; en el orden, sin sentirnos liberados —por nuestra edad y condición de padres— de arreglar nuestros enseres y contribuir a la armonía del hogar; en la puntualidad, acudiendo de inmediato, entre otras circunstancias, cuando se nos avisa que el almuerzo o la cena están a punto; en afrontar las dificultades con buen humor y una sonrisa; en valorar y exponer el sentido del trabajo, sabiendo destacar cuanto en él hay de positivo y silenciando, si fuere necesario, las dificultades, las «zancadillas», el mal talante de nuestro jefe o de nuestros compañeros…
2. Favorecer el prestigio del otro cónyuge, ayudando a los hijos a descubrir sus virtudes, y evitar el contradecirlo o reprocharle algo en presencia de los niños. Si os han visto pelearos, que os vean también reconciliaros.
Y, cuando las hijas adquieran la edad conveniente, que el padre les muestre la grandeza de la madre «como mujer y esposa», igual que la madre a los hijos varones en relación a su marido «como esposo y como varón».
3. Encontrar las ocasiones para jugar y conversar con los hijos, para interesarse realmente por sus cosas, que nunca son para ellos poco importantes, aun cuando a veces esto signifique renunciar a la propia tranquilidad o sacrificar un poco del tiempo que podría dedicarse a la profesión o al descanso.
4. Conceder a los hijos —de manera progresiva, según la edad, pero desde el fondo del corazón— toda vuestra confianza, arriesgándoos sin dudarlo a que alguna vez os «engañen».
5. Tener también fe en la capacidad del niño o de la niña para luchar por superar sus defectos, comprometiéndonos personalmente en ese combate… hasta sufrir con sus derrotas, si llegare el caso.
Por eso, cuando el hijo caiga una vez más en alguno de esos defectos, comprenderlo efectivamente, ayudarlo con palabras de ánimo después de rehacernos nosotros mismos si fuera preciso, y no limitarse a echarle en cara su debilidad.
En definitiva, mostrar que seguimos confiando plenamente en ellos y que estamos dispuestos a comenzar de nuevo la lucha con moral de victoria.
6. Favorecer el espíritu de iniciativa del niño desde muy pronto y dejar que haga las cosas por sí mismo —que inicialmente resulta más costoso que hacerlas nosotros—, asumiendo con espíritu deportivo las molestias complementarias que tal actitud pudiera originar.
7. No ceder a los caprichos de los críos, por más que se emperren en ellos, sino esperar serenamente a que pasen sus rabietas. Dejarles muy claro, de este modo, que no tienen derecho a esos antojos.
8. Cuando sea menester, aunque no resulte fácil, saber decir que no... y mantenerse en él; pero explicar las causas de esas negativas y no exagerarlas, multiplicándolas inútilmente.
(Recordar, a estos efectos, que cada persona tiene su propio camino de perfeccionamiento y que no debemos imponer a nuestros hijos las propias preferencias).
9. Ejercer la autoridad, que no es autoritarismo. Este último es afán de poder; la primera por el contrario, es servicio y se basa en una estima justa y merecida del chico o de la chica y de lo bueno en sí, que resulta capaz de mejorarlo.
10. Exigir la obediencia sin vacilaciones, pero intentando dar las órdenes con el tono más suave y simpático posible.
11. Limitar el número de deberes y prohibiciones a las cosas verdaderamente importantes. La vida familiar debe estar regida por el mínimo de reglas imprescindibles, y no por gustos o caprichos de uno u otro de los progenitores; y esas pocas normas ineludibles, hay que intentar que se cumplan siempre.
Así los padres —¡las madres!— «no se queman» mandando sin ton ni son en cuestiones que, por su misma escasa relevancia, luego no vamos a hacer cumplir; y los hijos aprenden a obedecer por la bondad intrínseca de lo que se les indica, interiorizando los criterios y formando su conciencia.
12. A veces —no muchas— se debe también castigar, pero con moderación, sin perder la serenidad ni dejarse vencer por el nerviosismo o la ira.
13. Nunca un castigo ha de ser ni parecer un simple desahogo de nuestro mal humor, de nuestro cansancio o de nuestro orgullo herido. Por eso, en ocasiones, es preferible «salir de la escena» y no volver a ella hasta que se haya recuperado el propio dominio: una palabra serena y convencida goza de mayor poder de persuasión que un grito o una reprimenda incontrolados.
Es necesario, además, medir muy bien las consecuencias de la sanción que se pretende imponer. Jamás debe ser ni desproporcionada ni de tal envergadura («¡te quedarás tres meses sin salir de casa!»)… que después resulte imposible cumplirla y tengamos que condonar la deuda.
Por fin, es muy conveniente que la acción reparadora guarde clara relación con la falta cometida: los defectos en el estudio es oportuno corregirlos mediante actividades que enseñen; los de puntualidad, ayudando a vivirla en otras circunstancias; las explosiones de ira, enseñando a pedir perdón y a no saltar cuando les gasten aquella broma que les molesta especialmente…
En este sentido, no suele dar resultado una suerte de «castigo universal y no específico», como privar de ver la televisión, jugar con la videoconsola, no asistir a determinados espectáculos… Entre otros motivos, porque concedemos a esas actividades (televisión, etc.) una importancia de la que en realidad carecen.
14. Cuando convenga regañar a un hijo, hay que hacerlo con claridad, con justicia, con brevedad y cambiando después el tema de la conversación; es imprescindible concederle un tiempo para que asimile la corrección, sin exigir que reconozca de inmediato su culpa… como tampoco solemos de entrada reconocerla nosotros.
15. Resulta muy formativo exigir apoyándose más en el cariño (y en el bien de los demás) que en los castigos y recompensas: «Si haces eso, me das —o das a tu padre o a tus hermanos— un disgusto o una alegría muy grande».
Tomás Melendo Granados
Se transmite así a los hijos la hermosura de hacer o prescindir de algo libremente, por amor a los demás.
16. Evitar siempre que se pueda los premios materiales, para no cultivar una moral utilitarista, que espera una recompensa por cada acción positiva. Al contrario, resulta muy conveniente que los hijos perciban y se sientan satisfechos al advertir la alegría de los padres cuando realizan una buena acción.
En el primer caso se promueve, tal vez sin plena conciencia, el egoísmo: hago algo bueno no por ser bueno, sino porque yo obtengo un provecho. En el segundo, se ayuda a los hijos a salir de sí y ocuparse de los otros… que es la única vía transitable para encontrar la felicidad.
17. Conviene elogiar o censurar no lo que son, sino aquello que hacen. Se evitará de este modo fomentar la soberbia o el desencanto. No decir, por ejemplo, «eres tonto», sino «esta vez has hecho o dicho una tontería».
El uso del verbo ser o similares, por cuanto fácilmente se refieren a la totalidad de la persona y la califican de un modo radical y omniabarcante, constituye una especie de carga de profundidad que puede resultar devastadora.
Más oportuno es, por ejemplo, utilizar frases del estilo: «en esta ocasión has actuado un tanto egoístamente; no me lo esperaba de ti». Con ellas, al tiempo que corregimos la actitud incorrecta, fomentamos los valores positivos de fondo y mostramos nuestra estima y confianza hacia los chicos.
18. Distribuir encargos oportunos entre los hijos, enseñando también a que, en determinadas ocasiones, si existe causa justificada (exceso de cansancio, proximidad de un examen, etc.), uno supla en lo que debería realizar otro.
Se trata de una de las acciones más difíciles pero al mismo tiempo más eficaces. Cualquier hijo en condiciones normales está dispuesto a echar una mano a sus padres… con tal de que esa tarea no le corresponda a otro hermano. Lograr que superen esa especie de agravio comparativo es poner las bases de una generosidad auténtica y duradera.
19. Implicar a los hijos, con un equilibrio adecuado, en las decisiones familiares, estimulándoles para que hagan sugerencias para el bien de la familia… y acogiéndolas incluso cuando las nuestras nos sigan pareciendo un poco mejor que las que propuestas por ellos (entre otros motivos, porque es muy fácil que las nuestras, solo por serlo, las consideremos mejores).
20. No rechazar globalmente, y mucho menos a priori («tú calla, que de esto no sabes») ni siquiera aquellas insinuaciones de los hijos que nos parecen más insensatas; por el contrario, esforzarse para descubrir y valorar cuanto hay de bueno en sus ideas… puesto que siempre hay algo bueno.
Es eficacísimo llegar al convencimiento de que los padres tenemos mucho que aprender incluso de los más menudos de nuestros hijos.
21. No os limitéis a corregir o aconsejar a los hijos, sino escucharlos con paciencia, afecto, interés y «simpatía» —como si se tratara de vosotros mismos o de la persona más querida—, de modo que lleguéis a comprender el porqué de sus dificultades, desilusiones, tristezas, errores, mimos, etc.
Y eso, a todas las edades: desde que empiezan a hacerse entender hasta la etapa tan problemática de la adolescencia... y siempre.
Nunca es buena la presunción de que, por nuestra edad, experiencia, estudios, etc., la razón se encuentra de nuestra parte.
22. No responder sistemáticamente a sus preguntas, por abulia o pereza, con un cansino «no lo sé». Los niños multiplican sus interrogantes, justo cuando advierten ese desinterés.
23. Cuando no se sabe bien qué razones dar para acoger o rechazar sus peticiones, tener la humildad de decir, por ejemplo: «Déjame que lo piense».
Y lo mismo cuando nos consultan sobre algo que tienen derecho a conocer, pero que nosotros no tenemos claro.
Es muy formativo para los hijos —y hace crecer en ellos el aprecio por nosotros— advertir que siempre estamos dispuestos a atender a sus demandas… pero también que reconocemos sin problema que no somos ni omnipotentes ni lo sabemos todo. Tal actitud suele evitar dificultades en la edad crítica de la adolescencia.
24. Exigir con buen humor, pero jamás con ironía hiriente, aun cuando fuera sutil. La ironía es siempre dolorosa porque lleva consigo una suerte de descalificación global o, al menos, muy superior a la manifestación clara y afectuosa del error que se intenta corregir.
Por eso, en ocasiones es preciso, nada fácil, ¡y muy meritorio!, abstenernos de formular esa ocurrencia llena de auténtica gracia… pero que podría herir a alguno de nuestros hijos. También aquí el propio lucimiento está muy por detrás del bien del ser querido.
25. Proponer mejoras realmente posibles —no disparatadas y fruto de una irritación incontrolada— y prever un tiempo razonable para cada una de ellas... Probablemente una de las virtudes que más a menudo ha de ejercitarse en la educación, y por eso de singular importancia, es la paciencia.
26. Mantener las promesas hechas.
Para ello, reflexionar detenidamente sobre la viabilidad de llevarlas a cabo antes de adquirir el compromiso.
Y si en algún caso resultara realmente imposible cumplir lo pactado, explicar con humildad y claramente los motivos, al tiempo que se propone una alternativa.
27. Usar las bofetadas lo menos posible (que no necesariamente quiere decir nunca: como todo, esto depende mucho del modo de ser del chico). Sería bonito que vuestro hijo, más adelante, pudiera contar los bofetones recibidos de niño.
28. Enseñar a los hijos el valor de ciertas renuncias y despertar su capacidad de crítica frente a la publicidad consumista, que exalta de continuo la satisfacción inmediata de deseos y necesidades artificialmente creados y elimina el gozo profundo de los grandes logros que suponen largo esfuerzo.
En este caso, más que nunca, es menester andar atentos para no convertir en lícito y norma de conducta lo que «todo el mundo hace»; e imprescindible, si se quiere ser eficaz, que nuestro ejemplo vaya por delante.
29. Iniciar a los hijos en el misterio del origen de la vida y del amor entre hombre y mujer, de manera progresiva y desde muy pequeños, en la justa medida —muy escasa o casi nula en los comienzos— en que demuestren interés por el tema.
Vale más adelantarse que llegar tarde (sin olvidar que hoy estas cuestiones «están a su alcance» —televisión, revistas, Internet, amigos...— mucho antes de lo que creemos).
Por otro lado, incluso cuando no nos prestaran demasiada atención, les estamos demostrando que no se trata de una cuestión tabú, sino tan normal como las restantes que hablamos en la intimidad, y que pueden acudir a nosotros para consultar sus legítimas dudas… o contarnos sus fracasos (como consecuencia, jamás deberíamos mostrar asombro o indignación cuando nos hagan partícipes de sus derrotas).
30. Pedir ayuda a Dios y ponerse en las manos de la Virgen y de los Ángeles Custodios, con real abandono, para ser buenos educadores.
Como sencillo memorandum, añadiré diez frases que conviene eliminar de nuestro repertorio:
Tomás Melendo,
www.arvo.net
]]>La adolescencia es un periodo de turbulencias, con cambios físicos y psíquicos, que genera grandes desconciertos en los chicos y en sus padres. Una de las principales características de esta época es discutir y cuestionar la autoridad de los padres y confundir la libertad con la independencia.
Aunque durante la niñez los padres tratan de inculcar a sus hijos una serie de normas familiares y sociales con las que tienen que convivir, cuando el hijo llega a la adolescencia esta tarea es más difícil, ya que a esta edad es común que los jóvenes rechacen las normas y las cuestionen cuando no están de acuerdo con ellas.
¿Qué hacer como padres ante esta situación? Ante todo no perder el miedo a exigir y a ejercer la autoridad en la familia pero sin perder el cariño hacia los chicos. Además, para exigir con acierto es necesario ser coherentes, es decir, no hacer lo contrario de lo que exigimos a los hijos. Recuerde que los adolescentes juzgan todo y, generalmente, sin misericordia.
La firmeza en la decisión tomada es uno de los mejores aliados en la educación del adolescente. Para ejercer la autoridad con un joven no se necesitan gritos, ni amenazas, basta unas palabras firmes y con cariño para dar una orden y el hijo comprende que la debe cumplir.
Prepararse para un mal rato
Como padres es preciso prepararnos para pasar un mal rato en ciertas ocasiones por la reacción del chico ante una orden que vaya en desacuerdo con él. Es preciso mantenerse consciente de que es por el bien del hijo y hacerle ver que, aunque todos vuelvan a su casa a las tantas horas de la mañana o vayan a determinados lugares, él no debe de hacerlo.
Según José Manuel Mañú Noáin, autor de varios libros sobre educación, es muy conveniente que los hijos sepan que los padres no se rinden ante todas las modas del ambiente. “Aunque es correcto hacerle entender las razones de nuestra decisión, hay que estar dispuesto también a ejercer la autoridad hasta sus últimas consecuencias, por el bien de ellos. Si no lo entienden ahora, lo entenderán más adelante. Hay muchos adolescentes que saben que lo que piden está mal, y en su fuero interno entienden que se les diga que no”.
Los padres deben tener cuidado de no caer en un modelo excesivamente autoritario ante el hijo adolescente, pues aunque se logre imponer la autoridad, se puede correr peligro de perder el cariño. Sin embargo es también preciso evitar comprar la paz familiar cediendo en todo lo que pide el joven. Según el especialista, “hoy los adolescentes pelean menos con sus padres que hace veinte años, porque en muchos casos los padres han renunciado a exigir”.
Hacer Familia
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El ejercicio de la autoridad requiere del cumplimiento de ciertas condiciones como las siguientes:
• Establecer previamente las reglas del juego con el hijo adolescente y hacerle ver que el incumplimiento de dichas normas tendrá una consecuencia. Estas normas deben ser aceptadas por padres e hijos y exigibles a todos.
• Papá y mamá deben estar de acuerdo previamente en lo que se le exige al adolescente, de lo contrario el chico aprovechará estos desacuerdos para desafiar la autoridad de sus padres.
• No separar comprensión y exigencia. No es difícil observar en algunas familias con adolescentes que toda la comprensión está en los padres y toda la exigencia está en los hijos.
• Ser sobrios en el ejercicio de la autoridad. Hay muchos problemas que pueden resolverse mediante otros tipos de influencia.
• Poner a prueba la propia imaginación para encontrar situaciones de participación para los hijos.
• Saber resistir frente a dificultades y frustraciones.
• No desanimarse nunca, pase lo que pase. La autoridad se puede perder y se puede recuperar. Hay que ser perseverantes.
• En una discusión destacar siempre lo positivo en primer lugar.
• Como padres, tener la paciencia de aclarar muchas veces algunas ideas de base, para que el chico entienda la razón de nuestras afirmaciones.
• El ejercicio de la autoridad se logra en un clima de confianza que no excluye actos de energía de enfado. Debe ser una exigencia serena. Sin rechazos y sin comentarios mientras el hijo trata de exponer su punto de vista y sin dejar de aclarar después.
No es aconsejable entrar en la dinámica de rivalidad y testarudez ya que, además de reforzar esta actitud, no se consiguen buenos resultados. Esta postura provoca enfrentamientos, estados de irritabilidad y agresividad entre los miembros de la familia, y puede dificultar la convivencia familiar.
Características peculiares en la adolescencia
• Los padres dejan de ser el punto de referencia para pasar a ser el grupo de amigos.
• Se acrecienta es el sentido de la intimidad. El adolescente descubre su interioridad y la protege. Por eso es frecuente que comience a encerrarse en su habitación y deje de comunicar lo que piensa y hace. Se puede volver hermético en la relación con sus padres y contestar con monosílabos cuando se considera interrogado. Cuando piensa que se le está pidiendo una información que vulnera su intimidad o la de sus amigos tiende a contestar con evasivas o a rechazar la conversación.
• No está contento con su cuerpo. Esto puede dar lugar a complejos, y, en casos extremos, a la anorexia o a la bulimia. Es necesario explicarle que esto que le pasa es normal y que el cuerpo encontrará su propio equilibrio en el desarrollo.
¿Cómo reaccionar ante estas condiciones? Las actitudes de continua crítica, rebeldía y oposición que se presentan en la adolescencia deben ser consideradas como normales, propias de la etapa evolutiva que se está atravesando. El sentido del humor y la ausencia de susceptibilidad son valiosas armas para soportar los continuos ataques y retos que a los jóvenes tanto les gustan. A medida que el joven se hace mayor, se encuentra más seguro, accesible y tolerante, lo que facilitará las relaciones familiares.
]]>Hace ya más de veinticinco siglos, Tales de Mileto afirmaba que la cosa más difícil del mundo es conocerse a uno mismo. Y en el templo de Delfos podía leerse aquella famosa inscripción socrática –gnosei seauton: conócete a ti mismo–, que recuerda una idea parecida.
Conocerse bien a uno mismo representa un primer e importante paso para lograr ser artífice de la propia vida, y quizá por eso se ha planteado como un gran reto para el hombre a lo largo de los siglos.
La observación de uno mismo permite separarse un poco de nuestra subjetividad, para así vernos con un poco de distancia, como hace el pintor de vez en cuando para observar cómo va quedando su obra.
Observarse a sí mismo es como asomar la cabeza un poco por encima de lo que nos está ocurriendo, y así tener una mejor conciencia de cómo somos y qué nos pasa. Por ejemplo, es diferente estar fuertemente enfadado, sin más, a estarlo pero dándose uno cuenta de que lo está, es decir, teniendo una conciencia autorreflexiva que nos dice: «Ojo con lo que haces, que estás muy enfadado».
Advertir cómo estamos emocionalmente es el primer paso hacia el gobierno de nuestros propios sentimientos.
Comprender bien lo que nos pasa tiene un poderoso efecto sobre los sentimientos perturbadores que puedan invadirnos, y nos brinda la oportunidad de poner esfuerzo por sobreponernos y así no quedar abandonados a su merced.
—Pero hay muchas personas que son conscientes de pasar por un estado emocional negativo, y sin embargo no logran salir de él.
Las hay, sin duda. Son personas que suelen sentirse desbordadas por sus propios sentimientos, y se dan cuenta de que están pesimistas, malhumoradas, susceptibles o abatidas, pero se consideran incapaces de salir de ese estado. Son conscientes de su situación, pero de un modo vago, y precisamente su falta de perspectiva sobre esos sentimientos es lo que les hace sentirse abrumadas y perdidas. Piensan que no pueden gobernar su vida emocional y por eso no hacen casi nada eficaz por salir del agujero en que se encuentran.
Hay otras personas que son algo más conscientes de lo que les sucede, pero su problema es que tienden a aceptar pasivamente esos sentimientos. Son proclives a estados de ánimo negativos, y se limitan a aceptarlos resignadamente, con una actitud rendida, de dejarse llevar por ellos, y no se esfuerzan por cambiarlos a pesar de lo molesto que les resulta sobrellevarlos.
—¿Y piensas entonces que en realidad no son tan conscientes de lo que les sucede?
Exacto. Las personas que perciben con verdadera claridad sus sentimientos suelen alcanzar una vida emocional más desarrollada. Son personas más autónomas, más seguras, más positivas; y cuando caen en un estado de ánimo negativo no le dan vueltas obsesivamente, ni lo aceptan de modo pasivo, sino que saben cómo afrontarlo y gracias a eso no tardan en salir de él. Su ecuanimidad en el conocimiento propio les ayuda mucho a abordar con acierto los problemas y gobernar con eficacia su vida afectiva.
El conocimiento propio constituye un punto clave para la formación y educación del carácter y de los sentimientos de cualquier persona. Además, ese saber lo que realmente nos pasa y por qué nos pasa está muy relacionado con nuestra capacidad de comprender bien a los demás. En este sentido, es muy útil desarrollar la capacidad de observación del comportamiento propio y ajeno: la literatura o el cine, por ejemplo, pueden enseñar mucho también a conocerse a uno mismo y a los demás cuando los autores son buenos conocedores del espíritu humano y saben reflejar bien lo que sucede en el interior de las personas.
—Pero fomentar tanto interés por el conocimiento propio, ¿no lleva al individualismo o la introversión?
Como es natural, no estamos hablando de desarrollar un afán de malsana introspección psicológica, sino de procurar conocerse para no vivir con uno mismo como con un desconocido.
Conocerse bien no lleva a encerrarse en la propia subjetividad, sino a verse a uno mismo con toda la objetividad posible.
Y eso ayuda, entre otras cosas, a combatir la inestabilidad de ánimo que se produce cuando una persona se deja arrastrar por su imaginación: unas veces divagando en ensoñaciones y fantasías, otras tendiendo a sobrevalorar las propias posibilidades, y otras quedándose a merced del pesimismo o la indecisión, subestimando sus capacidades cuando las circunstancias son adversas.
La conciencia emocional es muy intensa en unas personas, mientras que en otras es mucho más moderada. Hay personas, por ejemplo, que ante una situación de peligro reaccionan con asombrosa serenidad. Otras, en cambio, pueden quedarse muy afectadas durante varios días simplemente porque se les ha extraviado un bolígrafo o porque su equipo favorito ha perdido un partido en la liga de fútbol.
—Lo dices como si experimentar sentimientos intensos fuera algo negativo.
No tiene por qué serlo. El exceso de sensibilidad emocional puede llevarnos a auténticas tormentas afectivas (positivas o negativas, de exaltación o de abatimiento), y eso tiene muchos riesgos. Pero tampoco puede ponerse como ideal la frialdad y el desapego.
Para facilitar el propio conocimiento, resulta útil analizar los múltiples elementos que interaccionan en nuestra vida, pues es lógico que, a lo largo de los años, algunas de esas facetas puedan pasar por momentos de conflicto más o menos importantes. Son situaciones dolorosas que pueden tener su origen en cuestiones profesionales (dificultades para obtener o mantener determinado nivel profesional, problemas de entendimiento con los jefes o compañeros, fracasos debidos a los propios fallos o a la superioridad de los competidores, situaciones de paro o de insatisfacción laboral, etc.); o dificultades de salud, que limitan de modo transitorio o permanente la propia capacidad, y que pueden ir acompañados de un serio sufrimiento físico o psíquico; problemas afectivos que plantea la convivencia ordinaria (diferencias de criterio entre los cónyuges, o entre padres e hijos, etc.); o toda la problemática específica que puede plantear la vida escolar, abrirse camino en la vida profesional, el declive de la salud o la llegada de la ancianidad; etc.
Y de la misma forma que, por ejemplo, una falta concreta de salud, por muy localizada que esté en un punto determinado del cuerpo, acaba produciendo de ordinario una sensación generalizada de malestar en toda la persona, también un problema grave en cualquiera de las otras facetas de la vida –por ejemplo, en la vida profesional, o en la familia– puede producir un efecto que trascienda esa faceta y provoque otros problemas en cadena: trastornos de carácter, retraimiento o agresividad en la relación con los demás, o incluso –cuando los problemas son importantes– propensión a determinadas enfermedades.
Esto hace que, si falta la necesaria madurez y conocimiento propio, algunos problemas de una faceta de la vida se acaben achacando a otra que en realidad no tiene la culpa, o al menos tiene muy poca. Así, una persona puede culpar a su cónyuge o a sus hijos o a sus padres de la frustración que siente, cuando en realidad ese sentimiento se debe sobre todo a una causa de tipo profesional, o a una simple inmadurez afectiva; o puede considerar que su situación profesional es el motivo por el que se siente insatisfecho, cuando en el fondo se debe a que no acepta la natural pérdida de capacidad o de salud que sobreviene con motivo de la edad o de los ciclos naturales de ánimo que la vida imprime; o puede achacar a determinados defectos de las personas con que convive lo que en realidad se debe a un enrarecimiento del propio carácter; etc.
Las personas tendemos –al menos la mayoría– a proyectar fuera de nosotros la solución de los problemas que experimentamos. Solemos echar a otros la culpa de casi todo lo malo que nos sucede. Parte importante del conocimiento propio es advertir la presencia de ese sutil engaño. Es cierto que las circunstancias ajenas siempre pueden ayudarnos a resolver y superar nuestros problemas, pero no debemos dimitir –ni total ni parcialmente– del amplísimo margen de responsabilidad que tenemos sobre la mayoría de las cosas que nos suceden en la vida.
Tampoco debe olvidarse que la pereza –con todo el lastre interior que puede llegar a tener en nuestra vida–, trata de llevarnos hacia la ley del mínimo esfuerzo. Por eso, cuando sentimos desgana para afrontar una tarea que nos resulta costosa, es preciso identificar claramente su origen y reconocerlo como lo que es: cansancio razonable que exige descanso, o pereza que hemos de superar; pero no interpretar equivocadamente la desgana como carencia de aptitudes, ni las dificultades ordinarias como acumulación de infortunios o de malévolas confabulaciones contra nosotros, pues sería una triste forma de autoengaño.
—Pero a veces se presentan problemas que no tienen fácil solución.
Es preciso entonces buscar posibles modos razonables de resolver esos problemas, al menos hasta donde nos sea posible. Habrá ocasiones, efectivamente, en que sólo podremos disminuir sus consecuencias negativas y aprender a sobrellevarlos: por ejemplo, en el caso de enfermedades crónicas, fuertes reveses económicos o profesionales cuya solución queda fuera de nuestro alcance, problemas serios de relación con personas que tenemos necesidad de tratar, etc.
—¿Y cómo distinguir lo que debe sobrellevarse de lo que debemos intentar cambiar?
Un profundo y certero conocimiento de uno mismo, contrastado por la observación atenta del propio comportamiento externo y de las reacciones interiores, enriquecido por el consejo de quienes nos conocen y aprecian, nos permitirá identificar el verdadero origen de las perturbaciones que inevitablemente experimentaremos siempre a lo largo de nuestra vida.
Así avanzaremos a buen paso hacia la madurez emocional, tan lejana de esas altivas afirmaciones de algunos («yo sigo pensando exactamente lo mismo que he pensado siempre», como si la mejor prueba de lucidez fuera no cambiar jamás en nada de forma de pensar), e igualmente lejos de esa variabilidad de quienes cambian constantemente de ideales y olvidan sus convicciones como si fueran una ligera gripe que ya pasaron, o como si el transcurso de los años no les reportara ninguna enseñanza estable.
El propio conocimiento es un proceso abierto, que no termina nunca, pues la vida es como una sinfonía siempre incompleta, que se está haciendo continuamente, que siempre es superable y exige por tanto una atención constante.
El conocimiento propio es puerta de la verdad.
Cuando falta, no se puede ser sincero con uno mismo, por mucho que se quiera. Querer ver qué es lo que nos sucede –y quererlo de verdad, con sinceridad plena– es el punto decisivo. Si eso falla, podemos vivir como envueltos por una niebla con la que quizá nuestra propia imaginación enmascara las realidades que nos molestan.
Porque encontrar escapatorias cuando no se quiere mirar dentro de uno mismo es la cosa más fácil del mundo. Siempre existen causas exteriores a las que culpar, y por eso hace falta cierta valentía para aceptar que la culpa, o la responsabilidad, es quizá nuestra, o al menos una buena parte de ella. Esa valentía personal es imprescindible para avanzar con acierto en el camino de la verdad, aunque a veces se trate de un recorrido que puede hacerse muy cuesta arriba.
No percibir con ecuanimidad los propios sentimientos supone fácilmente quedar a su merced.
Hay sentimientos que fluyen de forma casi inconsciente, pero que no por eso dejan de ser importantes. Por ejemplo, una persona que ha tenido un encuentro desagradable puede luego permanecer irritable durante horas, sintiéndose molesto por el menor motivo y respondiendo de mala manera a la menor insinuación. Esa persona puede ser muy poco consciente de su susceptibilidad, e incluso sorprenderse –y molestarse de nuevo– si alguien se lo hace notar, aunque a los demás resulta bien patente que se debe a esos sentimientos que bullen en su interior como consecuencia de aquel encuentro desagradable anterior.
Una buena parte de nuestra vida emocional tarda en aflorar a la superficie.
Hay sentimientos que no siempre llegan a cruzar el umbral de la conciencia. Por eso reconocerlos nos permite desplazar la frontera y ampliar el campo de los sentimientos plenamente conscientes, y eso siempre supone un poderoso medio para mejorar.
Una vez que tomamos conciencia de cuáles son los verdaderos sentimientos que pugnan por salir a la superficie de nuestra conciencia, podemos evaluarlos con mayor acierto, decidir dejar a un lado unos y alentar otros, y así actuar sobre nuestra visión de las cosas y nuestro estado de ánimo. En esto se manifiesta, entre otras cosas, que somos seres inteligentes.
Quien se conoce bien, puede apoyarse en sus puntos fuertes para actuar sobre sus puntos débiles, y así corregirlos y mejorarlos.
Es como una intensa luz que ilumina sus vidas y les permite desenvolverse con acierto a la hora de tomar decisiones, tanto las más sencillas de la vida diaria como las verdaderamente importantes.
—¿Y en qué sentido hablabas antes de no querer ver?
Hay muchas formas de eludir la realidad, y casi siempre se producen de modo semiinconsciente para su protagonista.
Algunas personas, por ejemplo, se hacen a sí mismas razonamientos del estilo de «déjame disfrutar de eso, que luego ya veré lo que hago» (donde eso puede ser cualquier muestra de egoísmo, pereza o escape de la realidad). No parecen advertir hasta qué punto ese error va ganando terreno en sus vidas y oscureciendo el escaso alivio que eso les produce.
Hay otros que se engañan con razonamientos como los del niño mimado que prefiere quedarse encerrado en su habitación, aburrido y solo, rumiando sus agravios y las razones de su enfado, aun sabiendo que lo mejor sería superar su orgullo y salir. Prefieren permanecer tristes en su desgracia, con tal de no enfrentarse a su propia obstinación.
Otros son como aquél que persigue ansiosamente el placer, y va viendo cómo éste se hace cada día más pequeño, y sabe que por ese camino no obtendrá un grado de satisfacción alto, pero prefiere seguir tras ese pobre halago insaciable, porque le asusta verse privado de él.
«Nuestro corazón –ha escrito Susanna Tamaro– es como la tierra, que tiene una parte en luz y otra en sombras. Descender para conocerlo bien es muy difícil, muy doloroso, pues siempre es arduo aceptar que una parte de nosotros está en la sombra. Además, contra ese doloroso descubrimiento se oponen en nuestro interior muchas defensas: el orgullo, la presunción de ser amos inapelables de nuestra vida, la convicción de que basta con la razón para arreglarlo todo. El orgullo es quizá el obstáculo más grande: por eso es preciso valentía y humildad para examinarse con hondura.»
«Las lágrimas se me amontonaban en los ojos –pensaba Ida, la protagonista de aquella novela de Mercedes Salisachs– y era difícil evitarlas.
»Me reproché entonces mi falta de visión, aquel maldito silencio que siempre dominaba nuestras sobremesas, aquella obsesión de guardar siempre para nosotros nuestros pensamientos y preocupaciones.
«Si al menos mi hija hubiera dejado entrever algo de lo que le ocurría... Si hubiese recurrido a mí para que yo la ayudase... Pero no. Callar, eso era lo que hacíamos todos. Cubrir con piel sana los furúnculos más purulentos. Es horrible, ahora comprendo que no conocía a mi hija.»
Algunas personas han sido educadas de manera que suelen esconder habitualmente sus sentimientos. Sienten un excesivo pudor para expresar lo que realmente piensan o les preocupa, y se muestran reacias a manifestar emoción o afecto. Quizá desean hablar pero les frena una barrera de timidez, de envaramiento, de falso respeto, de orgullo. Es cierto que determinados sentimientos sólo se exteriorizan dentro de un cierto grado de intimidad, y requieren cierta reserva, pero silenciarlos siempre, o cubrirlos de aparente indiferencia, entorpece el desarrollo afectivo y conduce, entre otras cosas, a una importante merma de la capacidad de reconocer y expresar los propios sentimientos.
Muchos desequilibrios emocionales tienen su origen en que esas personas no saben manifestar sus propios sentimientos, y eso les ha llevado a educarlos de manera deficiente. Cuando hablan de sí mismas, difícilmente logran decir algo distinto de si se sienten bien, mal o muy mal. Les resulta difícil hablar de esas cuestiones, y manejan un vocabulario emocional sumamente reducido. No es que no sientan, es que no logran discernir bien lo que bulle en su interior, ni saben cómo traducirlo en palabras. Ignoran el motivo de fondo de sus problemas. Perciben sus sentimientos como un desconcertante manojo de tensiones que les hace sentirse bien o mal, pero no logran explicar qué tipo de bien o de mal es el que sienten.
Esa confusión emocional nos hace vislumbrar un poco la grandeza del poder del lenguaje, y comprender que cuando logramos expresar en palabras lo que sentimos, damos un gran paso hacia el gobierno de nuestros sentimientos.
Siempre se ha dicho que si no comprendes bien una cosa, lo mejor que puedes hacer es intentar empezar a explicarla. Por ejemplo, un profesor experimenta muchas veces la dificultad de hacer comprender a sus alumnos los puntos más complejos de la asignatura. Sin embargo, a medida que avanza el desarrollo de la clase, y se abordan una y otra vez esos conceptos desde perspectivas diferentes, las ideas se van precisando, surgen pequeñas o grandes iluminaciones, tanto para los alumnos como para el propio profesor.
Por eso, una buena forma de avanzar en la educación de los sentimientos es pensar, leer y hablar sobre los sentimientos. Al hacerlo, nuestras ideas se van destilando, y serán cada vez más precisas y certeras. Y sabremos cada vez mejor qué sucede en nuestro interior, para después intentar explicarlo, buscar sus causas, sus leyes, sus regularidades, e intentar finalmente sacar alguna idea en limpio para mejorar en nuestra educación afectiva.
Los temas pueden ser muy variados. Antes hemos hablado, por ejemplo, de cómo las personas tendemos a echar a otros la culpa de todo lo malo que nos sucede, y de esa otra tendencia a proyectar en los demás nuestros propios defectos.
En ambos casos, se trata de fenómenos que, como suele suceder con todo lo relativo al conocimiento de las personas, se advierten con más facilidad en otros que en uno mismo. No es difícil, por ejemplo, ver a una persona muy egoísta que se lamenta del egoísmo de los demás y dice que nadie le ayuda; o a uno que siempre se está quejando, pero siempre protesta de que otros se quejen; o a un charlatán agotador que acusa a otro de que habla demasiado; o a un hombre irascible que denuncia el mal genio de los demás.
Con sólo prevenirnos contra estos dos errores –en el fondo muy parecidos–, podemos avanzar mucho en esa importante tarea que es el propio conocimiento. Se trata de procurar ver las cosas buenas de los demás, que siempre las hay, y aprender de ellas. Y cuando veamos sus defectos (o algo que nos parece a nosotros que lo son), pensar si no hay esos mismos defectos también en nuestra vida.
Mejoraremos procurando conocer cuáles son nuestros defectos dominantes.
Para concretar un poco, podemos considerar algunos defectos relacionados con la educación de los sentimientos:
• timidez, temor a las relaciones sociales, apocamiento;
• irascibilidad, susceptibilidad, tendencia exagerada a sentirse ofendido;
• tendencia a rumiar en exceso las preocupaciones, refugiarse en la soledad o en una excesiva reserva;
• perfeccionismo, rigidez, insatisfacción;
• falta de capacidad de dar y recibir afecto;
• nerviosismo, impulsividad, desconfianza;
• pesimismo, tristeza, mal humor;
• recurso a la simulación, la mentira o el engaño;
• gusto por incordiar, fastidiar o llevar la contraria; tozudez;
• exceso de autoindulgencia ante nuestros errores; dificultad para controlarse en la comida, bebida, tabaco, etc.;
• tendencia a refugiarse en la ensoñación o la fantasía; dificultad para fijar la atención o concentrarse;
• excesiva tendencia a requerir la atención de los demás; dependencia emocional;
• hablar demasiado, presumir, exagerar, fanfarronear, escuchar poco;
• resistencia a aceptar las exigencias ordinarias de la autoridad;
• tendencia al capricho, las manías o la extravagancia;
• resistencia para aceptar la propia culpa, o sentimientos obsesivos de culpabilidad;
• falta de resistencia a la decepción que conlleva el ordinario acontecer de la vida; no saber perder o no saber ganar;
• dificultad para comprender a los demás y hacernos comprender por ellos;
• dificultad para trabajar en equipo y armonizarse con los demás; etc
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¡Qué fácil es hacer lo mismo que hacen todos! ¡Que poco esfuerzo se necesita para ir con la corriente!
En la película de Jack Nicholson “Atrapado sin salida”, los enfermos mentales de la institución se ejercitan diariamente dando vueltas alrededor de una columna en el sentido de las manecillas del reloj. El protagonista después de un tiempo de hacer lo mismo, se cuestiona el por qué y decide caminar en sentido contrario. ¡La locura de la locura!, los enfermos chillan, se ponen histéricos al ver a una persona ir en sentido contrario.
En la actualidad hay una serie de hábitos y actitudes que la mayoría de las personas comienzan a seguir, y si se encuentran a alguien que no sigue el mismo ritmo o las mismas costumbres, hace que comience un vocerío y una cierta incomodidad.
• A un gerente que se ocupa de que su personal crezca y que pone su esfuerzo para retenerlo, se le ve con cierta sorna y malicia, a veces por lo bajo le dicen líder sindical.
• Si alguien se preocupa porque se viva el respeto a la dignidad de la persona, se le achaca su “falta de productividad”
• A la chica que está dispuesta a vivir su entrega total dentro del matrimonio, se le califica de mojigata, anticuada, beata o monja.
• Al chico que respeta a su novia, se le dice que es gay.
• Un matrimonio que dura más de cinco años se le considera atípico
• Casarse por “las de la ley” se le considera una irresponsabilidad.
• Una familia con más de tres hijos, son unos irresponsable a los que seguramente les faltará una buena calidad de vida o “una televisión”
• Una persona que no da mordidas “debe venir de otro planeta”
• Una persona que realiza su trabajo con perfección, se le mira como traidor
• Alguien que sube en la empresa por su efectividad se le pregunta ¿qué habrás hecho?
• Una persona comprometida se le considera vendida
• Quien vive y practica su religión, seguramente está pasado de moda. A Dios ya lo hemos matado ¡estorba tanto!
• Si amas a tu espos@ con exclusividad, debes estar enfermo
• Si moderas tu forma de beber, te comienzan a relegar
Y así podríamos seguir. ¡En fin! que si vivimos para darle gusto a todos, terminaríamos en el anonimato del montón.
Pero ¿sabes que? Cuando se decide salirse de “lo que todo mundo hace” primero les causarás incomodidad, ¡pero luego estarás sobresaliendo!
José Luis Castañeda Lerma
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José Luis:
No tienes idea lo bien que me vienen tus correos para mi cambio personal. Algunos de ellos prefiero guardarlos y no leerlos de inmediato, lastiman. No lo digo para que lo dejes de hacer, lo que pasa es que en ocasiones aparecen preguntas “incómodas” como las llamas tú.
Recibí hace poco uno que promocionaba un curso de ética. Lo primero que pensé era justo lo del título “¿Para que?”, por la tarde en el trayecto me daba vueltas una idea, ¿Con qué criterios me muevo por la vida? Y mi respuesta fue: con el de la mayoría.
Si todos lo hacen debe estar bien, me decía. Y comencé por analizar mi trabajo: todos tendemos a dar un poco menos de lo que se nos pide, por una u otra razón. Si alguien da más o le vemos que se esfuerza, es sujeto a una crítica feroz. En ocasiones no solo crítica, también uno que otro “chismecillo”
Si todos lo hacen debe estar bien, me repetía: Cuando nos equivocamos, inmediatamente buscamos un culpable o mentimos para evadir la responsabilidad. Si retrasamos una decisión, ¡allá la empresa! Nuestra falta de lealtad en ocasiones es muy evidente, pero ¡todo mundo lo hace!
Me seguía afirmando: Si todos lo hacen debe estar bien. No sabemos reconocer el éxito en los demás, en ocasiones por un poco de envidia afirmamos que si alguien asciende en su puesto, es que “es barbero” o hizo “otro tipo de méritos”. Nos lo llevamos entre los pies. Se que es común.
En todas las empresas sucede, me dije más de una ocasión. No se roba abiertamente –tendría consecuencias- pero robamos tiempo, dignidad, buena fama de una manera casi inconsciente. Desperdiciamos los bienes de la empresa, pero por qué preocuparse, si todos lo hacemos.
Si pasamos a otro tipo de situaciones es verdaderamente sorprendente como el criterio de “mayoría” prevalece. La infidelidad conyugal ¡que somos hombres caray!. La “mordida”, pero si todo mundo lo hace por ahorrarse unos pesillos.
Llegué a pensar que hablar de Ética en estos tiempos es innecesario ¡cada quien tiene la suya! ¡Cada cual determina la bondad o maldad de las cosas! Me justificaba erróneamente.
Pero, permíteme decirte que en ocasiones, en la soledad, sentimos que algo nos dice que no hemos obrado correctamente. Quizá por eso mismo evadimos con tanta rapidez esos encuentros con nosotros mismos. Quizá también por eso en ocasiones me siento tan inseguro. Se aplicar las reglas a los demás, pero como cuesta aplicarlas a mí mismo.
Recuerdo el cortometraje que vimos en uno de tus cursos: miles de pollitos pasando por control de calidad. Fui a buscar mi material del curso y vi que tenía resaltado aquello de Einstein: “De cada cien personas, dos son brújulas y el resto veletas” Efectivamente, dos saben orientarse y los demás nos dejamos llevar por la “Ética de mayorías” Entendí perfectamente que los buenos líderes tienen “norte” Saben por qué hacen las cosas.
¡Como nos adormece la Ética de mayorías! Si los demás lo hacen, yo también. Pensé que siguiendo por estos derroteros, dentro de poco será divertido ir a matar compañeros y profesores a las escuelas. Que cada uno hará su propia religión. Sus propias reglas. Pero si estas reglas se llegaran a volver contra nosotros ¡entonces no valen!
Mil perdones por la extensión, necesitaba decírtelo. Pero de verdad me ahoga mi mediocridad y mi falta de seguridad. ¡La “mayoría”, en ocasiones también aplasta!
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El correo continuaba, a mi solo me queda compartir con mis lectores estas reflexiones, sobre todo para los que se preguntan “Ética ¿para qué”.
Jose Luis Castañeda Lerma
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