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Líderes en formación de líderes desde 1992

 

Me tocó conocer, por razones profesionales, a Omar gerente de Recursos Humanos de una afamada empresa local. Después de tres entrevistas, ya entrados en confianza, me comentaba:

«Tengo una maestría en Relaciones Públicas y una vasta experiencia en mi área y a pesar de eso, creo que no influyo en mi grupo, me cuesta que se adapten a mis ideas y ¡mira que son buenas!»

Le comenté espontáneamente, que la influencia, para que sea eficaz requiere de un buen prestigio profesional.

Me argumentó de inmediato que él lo tenía o que por lo menos así lo creía. Le comenté que un grupo que no sigue a su jefe, es muestra de la falta de prestigio.

Me pidió que le explicara lo que yo entendía por prestigio.

Le comenté una nota técnica que tenemos para nuestros cursos que comienza definiendo el prestigio como lo hace el diccionario de la Real Academia: Ascendiente, influencia, autoridad; y que al desglosar la palabra ascendencia, nos lleva a Predominio moral o influencia.

Le comenté que el prestigio nada tiene que ver con nuestro auto concepto, sino cómo nos ven las personas que trabajan con nosotros. El prestigio es el reconocimiento a nuestra calidad moral y laboral, que nos brindan los demás.

Le pedí que me mostrara su última evaluación 360º y me pude dar cuenta que en sus relaciones con los demás, se le valoraba como prepotente, mentiroso, falto de credibilidad en lo laboral y como una persona que se justificaba cuando había un error.

De inmediato se defendió diciendo que tenía enemigos en su área o por lo menos personas a las que no les caía muy bien, porque era muy disciplinado y exigía disciplina en los demás.

La autodefensa que hizo, me llevó a pensar que mejor sería callarse. Sus colaboradores me habían comentado al estar trabajando con ellos en un proyecto, que Omar le coqueteaba a cuanta mujer estaba en su área, que se sentían acosadas. Tenía cuatro matrimonios en su haber, se le consideraba un tanto inestable.

Afirmaban que era una persona que a sus 45 años, no terminaba por ubicarse, usaba pantalones a la cadera, como sus jóvenes colaboradores. Se teñía el cabello. Que todo esto les daba risa sobre todo cuando les afirmaba que la familia era lo primero y que había que ser maduros.

Lo que más les molestaba eran las mentiras, de las cuales frecuentemente hacía uso y que lo peor de todo, terminaba por creérselas.

Recordando todo lo anterior, recordaba aquel adagio alemán que dice: “te falta autoridad, porque no tienes credibilidad, te falta influencia porque no tienes prestigio”.

El prestigio, recordémoslo, es el reconocimiento que se le brinda a una persona por un grupo de gente. No viene con el puesto, no. Con el puesto nos llega el nombramiento y el poder que nos brinda la empresa. El prestigio, se va forjando día a día.

Puedes ser prestigioso por lo que sabes, que ya es un buen inicio, pero eso no influye tanto en un grupo. El verdadero prestigio se centra y basa en aquello que eres.

La gente no sabe “cuánto sabes”, las personas te conocen en el día a día, en tus comportamientos, en tus creencias que se notan en tu manera de actuar; y no nos cansamos de repetirlo en tu madurez personal.

Si la gente valora tu manera de actuar, tu influencia comienza a funcionar. ¡ni más, ni menos!

Forjar el prestigio se basa en la lucha que tenemos todos los días por ser mejor, por esforzarnos en madurar. No se busca para que te sientas satisfecho o mejor que los demás; se busca que te den ese reconocimiento para que puedas ejercer más eficazmente tu liderazgo que no es otra cosa que influir.

 

 

José Luis Castañeda Lerma

 

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