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Líderes en formación de líderes desde 1992

Ya lo hice en una ocasión. Abracé a mi hijo mayor y le pedí perdón “por haber ensayado con él”. Se sorprendió y como fue muy espontáneo el abrazo y la frase me preguntó ¿por qué?

Con el primogénito aprendemos a ser padres. Comenzamos nuestras prácticas de acierto-error. Reaccionamos ante lo que hace o pide sin pensar. Creemos que se rompe fácilmente y lo cuidamos en demasía.

El primogénito nos enseña a poner pañales. A practicar la disciplina que nunca tuvimos. A exigirle más que a nosotros mismos porque “te queremos un hombre de bien” a encargarle responsabilidades que son propias de los padres: cuida a tus hermanos.

Con el primero queremos las mejores calificaciones, le hacemos responsable de que es el ejemplo para los demás. Le negamos permisos por miedos irracionales.

Le exigimos que se comporte como un adulto pequeño, difícilmente nos ponemos a su altura. Difícilmente, también, logramos entender su mundo de fantasía.

Pretendemos hacerlo responsable rápidamente.

Recuerdo a una persona que un día, al platicarle de las angustias que me producía el primogénito me dijo: “cuando plantas un árbol, a lo mejor te imaginas bajo su sombra. Lo cuidas, le pones fertilizante, le cortas las hojas secas y vas y lo miras un día tras otro y aunque te parezca que no crece lo está haciendo. Podrías desesperarte y comenzar a jalarlo gritándole ¡crece! y en tu afán por hacerlo crecer de esta manera, terminas por arrancarlo” Igual pasa con el primer hijo, se le espera, normalmente, con mucha ilusión y una vez que llega, entra la desesperación por hacerlo crecer, con el riesgo de desarraigarlo.

¡Pobres primogénitos! ¿A poco no es como para pedirles perdón? ¡Si crecen a pesar nuestro!

 

José Luís Castañeda L.

 

 

 

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